domingo, 23 de agosto de 2009

Del maestro, sus enseñanzas

Dejó marcharse lo imposible y encontró gozo en lo que quedaba

Pausado su hablar, sus palabras cuidadosamente escogidas con el rigor de una mente disciplinada. Paciente, excepto con la pereza mental, se dedicó a la docencia en las aulas y fuera de ellas. Su vocación de maestro inundó toda su vida. Antes que contenidos, sus enseñanzas se desplegaron en dos campos: el moral y el uso del intelecto. En lo moral enseñó con el ejemplo. Caballero de modales impecables, no conoció el cinismo. Vivió para el honor y la verdad. En cuanto al intelecto, sus enseñanzas procuraban guiar a su interlocutor hacia las causas de los fenómenos: con el objetivo de que éste aprendiese a usar su mente para encontrar las explicaciones científicas o filosóficas. De una pregunta simple podía desarrollar una explicación interesante envuelta en un entusiasmo contagioso.

Como buen científico no descansó hasta desentrañar las causas finales. Llegó así a descartar que la moral, la apreciación estética y el amor, pudiesen ser reducidos a determinantes de códigos genéticos o a enseñanzas ocurridas en la infancia. Ni el azar de la materia, ni la educación desordenada pueden producir logros tan sublimes. La explicación materialista le resultó ilógica, implausible. Quien como el podía apreciar un atardecer hasta el arrebato, amar al prójimo hasta el sacrificio y sentir poderosas inclinaciones hacia el bien, no puede menos que descubrir una realidad trascendente que se filtra, mediante el libre albedrío, en las acciones humanas. Esa realidad trascendente, inefable que, en sus últimos días, lo abrazó hasta irradiar una gran paz a quienes le rodearon.

Disfrute pleno. En su prolongada enfermedad fue demostración fehaciente de ese asidero final de la dignidad humana: esa libertad inviolable que cada quien tiene de decidir cómo responder frente a los hechos que no gobierna de su vida. Ante las limitaciones físicas crecientes, no hubo conmiseración ni depresión. Dejó marcharse lo imposible y encontró gozo en lo que le quedaba. Disfrutó hasta su último atardecer en Bajamar, hasta el último vuelo de una garza rosada, reconoció hasta el último halcón que cruzó su camino, pero más que todo, se llenó de los momentos de compañía de su familia. Lejos de sufrir y hacer a otros sufrir, compartió su gozo hasta el final. Esa fue su elección. Vivió su vida plenamente. Vivió el heroísmo callado de lo cotidiano, huraño a las grandes poses, extraño a la espectacularidad. Le arrancó gozo a todos los instantes de su existencia. Así usó su libertad. Y en el uso de esta libertad, se recubrió de toda su dignidad.

Emprendió, como dijo el poeta, su vuelo supremo. Sus virtudes engrandecidas le dotaron de las alas para penetrar los territorios de lo inefable, de la luz permanente, las causas últimas del amor, la belleza y la verdad. La satisfacción última del científico. La realización del maestro. La morada perpetua.

Se fue don Ennio, quedamos sus alumnos intentando vivir sus enseñanzas.

La Nación, viernes 25 de diciembre de 1998