domingo, 23 de agosto de 2009

El doctor Isaías Álvarez Alfaro

Abnegado discípulo de Hipócrates

La mayoría de quienes lo conocimos en vida lo conocíamos como el Doctor. Personificaba la profesión médica, a la que entregó su vida profesional. No precisábamos de otro nombre, él era el Doctor. Vivió la medicina como apostolado.
Todos los médicos hacen, antes de iniciar el ejercicio profesional, el juramento hipocrático en su versión moderna (adaptación al presente del juramento desarrollado por el gran médico griego Hipócrates). Es un juramento exigente y de renuncia personal y profesional. Su primer verso lo resume todo magistralmente: “Prometo solemnemente consagrar mi vida al servicio de la humanidad”.
Abnegado discípulo. Pues el Doctor nunca se interesó mucho por su consultorio privado. Ejerció desde la Caja Costarricense de Seguro Social y se entregó de lleno al Hospital Calderón Guardia, a la cirugía, dedicándole largas horas al estudio y la docencia, hasta que problemas de salud lo hicieron decidir, por precaución propia, trasladarse a una Clínica de la Caja. Cuando se jubiló, lejos de fortalecer su consultorio privado, lo cerró, y atendía en los consultorios de Sor María Romero a quienes lo necesitasen. Mantuvo este abnegado discípulo de Hipócrates, por todos los medios a su alcance, el honor y las nobles tradiciones de la profesión médica.
Su fino intelecto se mantenía siempre al día en eventos políticos y económicos en el país y en el mundo, y disfrutaba enormemente de largas conversaciones con científicos sociales, a quienes bombardeaba con incisivas preguntas para entender los fenómenos que percibía.
Otra pasión. Poseía un inigualable sentido del humor, era bueno para los apodos y tenía una gran pasión futbolística por su Liga Deportiva Alajuelense, que solo se ablandó cuando tuvo que aceptar, con una sonrisa, que algunos de sus nietos le salieron saprissistas.
Cuando enfermó, como médico, sabía todo lo que le aguardaba, y lo manejó con resignación. Fue un hombre ejemplar.
Hacia el final de su larga agonía, cuando quizás ya podía escudriñar los secretos de los cielos, comentó a su primogénita: “Solo amor… solo amor…”. Esa quiso que fuera su última enseñanza.
Desde los cielos ya encontrará los medios para seguir prodigando sus enseñanzas y, quizás, hasta curando.

La Nación, viernes 29 de junio de 2007