domingo, 23 de agosto de 2009

Diez años después

  • Sus imágenes siguen creciendo
Recuerdo aquella figura regordeta y de baja estatura, pero desbordante de confianza y una mirada fiera detrás de sus anteojos, entrar a mi casa, venía preocupado por razones médicas, algo inusual en el patólogo Rodolfo Céspedes. Las puertas no se cerraban en los sesenta. Entró hasta la sala de estar, donde lo recibió mi papá. No podía ignorar el contraste físico. Él alto y de porte distinguido; pero la camaradería y el respeto mutuo eran evidentes.

Los cadáveres de tres hombres jóvenes de La Guácima habían ingresado al San Juan de Dios. Las autopsias no revelaron infecciones bacterianas o virales que pudiesen explicar las muertes de estos tres vecinos. Uno de ellos, explicó Rodolfo, traía esta media botella de guaro en su pantalón. “Ayudame a ver qué encontrás”.

Alcohol tóxico. Días después, los dos comentan los resultados del análisis químico: gran contenido de alcohol metílico. El que se toma usualmente es el etílico. La diferencia química entre ambos es poca y una destilación poco controlada en cuanto a temperatura, como suele ocurrir en las sacas, puede producir ambos. Estaban consternados. ¡El guaro de contrabando puede ser altamente tóxico! Discurrieron sobre otros resultados del análisis, mencionaron formaldehídos y otros compuestos que no retengo, ya menos tensos, comentaron: “Este guaro, además de la tremenda goma, da diarrea al día siguiente”.

Estas otras impurezas podían ser el resultado de los intentos por acelerar la fermentación por métodos nada higiénicos. Una investigación halló que hubo otros dos bebedores. Uno quedó internado de por vida en el Asilo Chapuí y el otro, ciego. Ambos por el alcohol metílico.

Los dos científicos presentaron sus resultados en un congreso médico y se inició una campaña educativa en contra del guaro de contrabando, no ya por razones fiscales, sino de salud pública. Rodolfo, primer médico con especialidad en patología, siempre dio su cátedra en el Hospital San Juan de Dios y formó a muchos. Se le reconoce como el padre de la patología. Ennio, farmacéutico y docente de la Facultad de Farmacia, químico autodidacto, participó en la fundación del Departamento de Química de la Universidad de Costa Rica y fue su profesor de química analítica cuantitativa, entre otras. Le fue otorgado el título de profesor emérito.

Profunda huella. Al cumplirse diez años de la partida del químico, el patólogo lo siguió después, dejé que mi mente vagara sobre recuerdos placenteros y el encuentro entre estos dos maestros fue el que me vino con fuerza. Dos científicos de mente práctica y vocación docente, que a mis ojos juveniles, casi infantiles, en este par de escenas narradas, dejaron profunda huella, que hoy aquilato mejor: el compromiso de la investigación científica con las necesidades del prójimo, el altruismo intelectual, la fe en la inteligibilidad de los fenómenos y la disciplina para encontrarla, y la profunda satisfacción cuando se cumple con todo lo anterior.

Años después, sus imágenes siguen creciendo y el agradecimiento también, de quien fue, en aquel momento, su testigo mudo. Diez años después de su partida, dejo la constancia.

La Nación, sábado 20 de diciembre de 2008