Nos amenazan fuerzas centrífugas
Ennio Rodríguez
La sociedad costarricense del siglo XXI sufre un proceso
de disociación creciente. Desde 1948
nunca hubo fuerzas disgregadoras tan fuertes. El sistema político muestra una
disonancia en aumento. Crecen el descontento y la desconfianza.
Hasta la mitad del siglo XX, Costa Rica seguía siendo una
sociedad tradicional predominantemente
rural y dominada por el Valle Central, con su visión de las cosas cercada por montañas y cerros, donde la
posible amplitud de miras de las costas y llanuras poco contribuían a definir
la personalidad nacional. Se había forjado una personalidad desconfiada, típica
de los serranos de las novelas de Vargas Llosa, huraños, conservadores y resistentes
al cambio. Esa sociedad, casi sin clase media, vivía una pobreza generalizada y
con instituciones como el compadrazgo, propia de las relaciones entre
cafetaleros pequeños con los no tan pequeños. Había cercanía, confianza y los
problemas se resolvían por influencias. Esa sociedad tradicional y rural pasa
por dolores iniciales de parto de la modernidad. La Revolución de 1948 augura
una transición hacia una sociedad desarrollista con un Estado que asume nuevas
funciones y empieza a funcionar sobre la base de normas y mayor respeto legal,
empezando por el sistema electoral. Se adoptan los postulados en boga de la
industrialización por sustitución de importaciones y la integración económica
regional, el Estado acomete no solo grandes obras de infraestructura, sino
también fortalece sus programas sociales, con singular éxito en electricidad y salud.
Surgen así una naciente clase media y nuevos grupos empresariales, muchos
surgidos a la sombra del Estado.
Las sociedades modernas se caracterizan por el predominio
de normas y leyes que definen las relaciones sociales, donde se desarrolla el
individualismo y las decisiones pasan ser determinadas por idoneidad y
competencia y cada vez menos por influencias o compadrazgos. Costa Rica
transitaba por esa ruta, no sin altibajos, cuando la sorprenden las crisis del
petróleo de los setentas y afloran las limitaciones del modelo de crecimiento,
hasta hacer crisis en agosto de 1981, luego de un endeudamiento externo
galopante que vino a profundizar la gravedad de la crisis con el intento
fallido de evitar los ajustes ineludibles en lo fiscal y, particularmente, en
un sector externo vulnerable a cambios en los términos del intercambio.
La respuesta a la crisis de pagos externos incluyó una
importante diversificación de las exportaciones y una reducción del
proteccionismo. Se han logrado atraer con éxito grandes empresas
transnacionales, de altísima productividad, y se ha desarrollado el turismo.
Pero estos sectores de alto crecimiento no contribuyen fiscalmente y no se
acomete, en treinta años, una reforma fiscal. El Estado en su anemia fiscal,
deja de construir la infraestructura pública y asume nuevas funciones de
control y supervisión sin dotársele de los recursos necesarios y sin realizarse
la necesaria revisión de sus funciones históricas heredadas, ¡sigue produciendo
hasta licores!, y con una planilla desproporcionada en tamaño y niveles de
remuneración. Asimismo no se han modernizado las condiciones de competitividad
para el empresariado nacional.
En medio de esta transición desordenada hacia la
modernidad, sin claridad de un proyecto nación, estallan los grandes casos de
corrupción. La necesaria confianza en un régimen objetivo e impersonal,
fundamentado en la legalidad, se hace añicos. Emerge nuevamente la desconfianza
ancestral de los serranos. La respuesta jurídica ha sido generar cada vez
mayores controles, con lo cual, se traslada el poder de las autoridades
políticas a los mandos medios (los guardianes de los procedimientos
crecientemente reglamentados) y a la Sala Constitucional, cuyo único norte
pareciera ser la salvaguardia de los procedimientos y una invasión
inmisericorde de competencias de todos los poderes, incluido el propio Poder
Judicial. Así se ha dificultado el accionar público por razones fiscales y
legales y, para colmos, los intentos de hacer obra mediante procedimientos
expeditos ante la asfixia reglamentaria, han terminado en los abusos más
sonoros, con el descrédito de los procedimientos de emergencia.
Mientras tanto el mundo se globaliza y estalla el
consumismo como medio de conducta universal. Este encuentra terreno fértil en la
sociedad costarricense, crecientemente desigual fruto de los desequilibrios
macroeconómicos y el modelo de crecimiento. En este marco, irrumpe con fuerza
el crimen organizado, con una dimensión transnacional producto de un
determinismo geográfico inescapable, así se deterioran las condiciones de vida,
con mayor impacto en la población de menores ingresos que puede protegerse menos
de la inseguridad.
Finalmente, se desarrolló una leyenda urbana: la gran
conspiración neoliberal, la cual supuestamente transformó el modelo de
desarrollo de acuerdo con esta ideología, y provocó la concentración del
ingreso. Una explicación fácil, y como tal, atractiva, de lo que es de suyo un
problema complejo, y que sustituye el análisis, e incluso hace innecesaria la
propuesta seria (¡sería suficiente sacar del poder a los neoliberales!). Así,
al descontento justificado se le agrega la confusión injustificada.
Para revertir las fuerzas centrífugas, debemos partir del
análisis de nuestra realidad para, sobre bases sólidas, dimensionar el cambio
necesario. Solo así podremos transformar el descontento en una fuerza positiva
de cambio político. La complejidad del diagnóstico obliga a soluciones
extraordinarias que, sin traicionar los principios democráticos, genere una
plataforma multipartidista de transformación profunda.