viernes, 21 de septiembre de 2012


Nos amenazan fuerzas centrífugas
Ennio Rodríguez

La sociedad costarricense del siglo XXI sufre un proceso de disociación creciente.  Desde 1948 nunca hubo fuerzas disgregadoras tan fuertes. El sistema político muestra una disonancia en aumento. Crecen el descontento y la desconfianza.

Hasta la mitad del siglo XX, Costa Rica seguía siendo una sociedad tradicional  predominantemente rural y dominada por el Valle Central, con su visión de las cosas  cercada por montañas y cerros, donde la posible amplitud de miras de las costas y llanuras poco contribuían a definir la personalidad nacional. Se había forjado una personalidad desconfiada, típica de los serranos de las novelas de Vargas Llosa, huraños, conservadores y resistentes al cambio. Esa sociedad, casi sin clase media, vivía una pobreza generalizada y con instituciones como el compadrazgo, propia de las relaciones entre cafetaleros pequeños con los no tan pequeños. Había cercanía, confianza y los problemas se resolvían por influencias. Esa sociedad tradicional y rural pasa por dolores iniciales de parto de la modernidad. La Revolución de 1948 augura una transición hacia una sociedad desarrollista con un Estado que asume nuevas funciones y empieza a funcionar sobre la base de normas y mayor respeto legal, empezando por el sistema electoral. Se adoptan los postulados en boga de la industrialización por sustitución de importaciones y la integración económica regional, el Estado acomete no solo grandes obras de infraestructura, sino también fortalece sus programas sociales, con singular éxito en electricidad y salud. Surgen así una naciente clase media y nuevos grupos empresariales, muchos surgidos a la sombra del Estado.

Las sociedades modernas se caracterizan por el predominio de normas y leyes que definen las relaciones sociales, donde se desarrolla el individualismo y las decisiones pasan ser determinadas por idoneidad y competencia y cada vez menos por influencias o compadrazgos. Costa Rica transitaba por esa ruta, no sin altibajos, cuando la sorprenden las crisis del petróleo de los setentas y afloran las limitaciones del modelo de crecimiento, hasta hacer crisis en agosto de 1981, luego de un endeudamiento externo galopante que vino a profundizar la gravedad de la crisis con el intento fallido de evitar los ajustes ineludibles en lo fiscal y, particularmente, en un sector externo vulnerable a cambios en los términos del intercambio.

La respuesta a la crisis de pagos externos incluyó una importante diversificación de las exportaciones y una reducción del proteccionismo. Se han logrado atraer con éxito grandes empresas transnacionales, de altísima productividad, y se ha desarrollado el turismo. Pero estos sectores de alto crecimiento no contribuyen fiscalmente y no se acomete, en treinta años, una reforma fiscal. El Estado en su anemia fiscal, deja de construir la infraestructura pública y asume nuevas funciones de control y supervisión sin dotársele de los recursos necesarios y sin realizarse la necesaria revisión de sus funciones históricas heredadas, ¡sigue produciendo hasta licores!, y con una planilla desproporcionada en tamaño y niveles de remuneración. Asimismo no se han modernizado las condiciones de competitividad para el empresariado nacional.

En medio de esta transición desordenada hacia la modernidad, sin claridad de un proyecto nación, estallan los grandes casos de corrupción. La necesaria confianza en un régimen objetivo e impersonal, fundamentado en la legalidad, se hace añicos. Emerge nuevamente la desconfianza ancestral de los serranos. La respuesta jurídica ha sido generar cada vez mayores controles, con lo cual, se traslada el poder de las autoridades políticas a los mandos medios (los guardianes de los procedimientos crecientemente reglamentados) y a la Sala Constitucional, cuyo único norte pareciera ser la salvaguardia de los procedimientos y una invasión inmisericorde de competencias de todos los poderes, incluido el propio Poder Judicial. Así se ha dificultado el accionar público por razones fiscales y legales y, para colmos, los intentos de hacer obra mediante procedimientos expeditos ante la asfixia reglamentaria, han terminado en los abusos más sonoros, con el descrédito de los procedimientos de emergencia.

Mientras tanto el mundo se globaliza y estalla el consumismo como medio de conducta universal. Este encuentra terreno fértil en la sociedad costarricense, crecientemente desigual fruto de los desequilibrios macroeconómicos y el modelo de crecimiento. En este marco, irrumpe con fuerza el crimen organizado, con una dimensión transnacional producto de un determinismo geográfico inescapable, así se deterioran las condiciones de vida, con mayor impacto en la población de menores ingresos que puede protegerse menos de la inseguridad.

Finalmente, se desarrolló una leyenda urbana: la gran conspiración neoliberal, la cual supuestamente transformó el modelo de desarrollo de acuerdo con esta ideología, y provocó la concentración del ingreso. Una explicación fácil, y como tal, atractiva, de lo que es de suyo un problema complejo, y que sustituye el análisis, e incluso hace innecesaria la propuesta seria (¡sería suficiente sacar del poder a los neoliberales!). Así, al descontento justificado se le agrega la confusión injustificada.

Para revertir las fuerzas centrífugas, debemos partir del análisis de nuestra realidad para, sobre bases sólidas, dimensionar el cambio necesario. Solo así podremos transformar el descontento en una fuerza positiva de cambio político. La complejidad del diagnóstico obliga a soluciones extraordinarias que, sin traicionar los principios democráticos, genere una plataforma multipartidista de transformación profunda.