Costa
Rica ha vivido una crisis económica de baja intensidad prácticamente desde la gran
crisis de agosto de 1981. Son treinta años de manejar una sucesión de crisis
potenciales sin que estallare ninguna nueva crisis de grandes proporciones,
pero sin atender los problemas de fondo. Los resultados están a la vista, con
la excepción notable del sector externo, las políticas económicas han estado
dominadas por el corto plazo. Se han manejado así los desequilibrios
macroeconómicos mediante recurrentes programas de estabilización, que si bien han
impedido grandes crisis fiscales y elevadas tasas de inflación, una
consecuencia directa también ha sido una treintena de años de oportunidades
perdidas, en particular, nunca se han logrado las condiciones para un crecimiento
económico sostenido. De estabilización en estabilización, las autoridades
económicas han hecho verdaderos malabares para no dejar que el corto plazo
estalle. Pero así, una generación no pudo ver superadas las condiciones de
rezago relativo con respecto a las economías desarrolladas. Es decir, seguimos
atrapados en el subdesarrollo y la quinta parte de la población, en la pobreza.
Unos
pocos datos ilustran las oportunidades perdidas. En 1980, el ingreso nacional
per cápita de Costa Rica (medido por la paridad del poder de compra) era
superior al de Corea ($6.070 y $5.444
respectivamente). Mientras Corea creció sostenidamente, Costa Rica solo logró
un crecimiento promedio mediocre, de tal manera que el ingreso nacional per
cápita de Corea en 2011 casi triplica el costarricense ($28.230 versus
$10.497). Incluso, muchos clasifican hoy
a Corea como país desarrollado. Los coreanos se demoraron los mismos treinta
años en desarrollarse, durante los cuales Costa Rica no logró, siquiera,
duplicar su ingreso nacional per cápita por estar sumida en esa crisis permanente
de baja intensidad. Otros indicadores sociales como los años de escolaridad
promedio de las respectivas poblaciones o los niveles de pobreza reflejan aún
más dramáticamente el rezago creciente de Costa Rica.
Otros
datos que muestran tendencias de largo plazo son la convergencia o divergencia
de los niveles de ingreso per cápita. Una divergencia muestra una separación
creciente de los niveles de desarrollo. Mientras en 1960 el PIB per cápita de
Costa Rica representaba el 34% del estadounidense, en el 2007 había caído al
27%. Otros países que hace cincuenta años tenían un nivel de ingreso similar a
Costa Rica (Irlanda, Singapur
y Chile) y otros cuyo ingreso era bastante inferior al de Costa Rica (Corea,
Mauricio y Malasia), en el mismo periodo, todos aumentaron su
convergencia con Estados Unidos. ¡Singapur incluso logró superar el ingreso per
cápita estadounidense! La convergencia
ha sido posible en muchas partes del mundo, por lo que debemos concluir que la
divergencia y subdesarrollo de Costa Rica son auto-infligidos.
Por
décadas tuvimos el problema combinado de un déficit fiscal amenazante (con la
breve excepción de la Administración Pacheco que logró tener un superávit
primario, aunque a costas de comprimir el gasto y la inversión) y una inflación
de dos dígitos. Esta última como
consecuencia primordialmente de una política cambiaria que tenía como objetivo,
mediante las minidevaluaciones anunciadas, mantener el tipo de cambio real. El
cambio en la política cambiaria ha permitido bajar la tasa de inflación. Pero
en el frente fiscal ha ocurrido un deterioro, de tal manera que los avances
logrados en la reducción de la deuda pública se están consumiendo en el
financiamiento de los gastos corrientes y continúa sacrificada la inversión
pública al igual que durante las últimas tres décadas. Solo en carreteras el
Banco Interamericano de Desarrollo ha calculado un déficit de más de diez mil
millones de dólares (solo para alcanzar a países de niveles de ingreso
similares). La débil inversión en infraestructuras es una de las causas de las
tasas de crecimiento comparativamente bajas y, en consecuencia, de los limitados
aumento del empleo y reducción de la pobreza.
El
carácter dual de la economía costarricense también impacta negativamente las
posibilidades de crecimiento. Así, un sector disfruta de condiciones cercanas
al primer mundo, tanto en trámites como en acceso a aeropuerto, electricidad e
Internet y, además, está totalmente exento de impuestos. El éxito exportador ha
dependido en gran medida de este sector de zonas francas. Pero el empleo
depende, principalmente de las empresas nacionales que no disfrutan de dicho
régimen, particularmente de las empresas pequeñas y medianas (pymes). Estas
deben, entre otros factores: i. batallar contra trámites y controles crecientes
administrados de manera ineficiente; ii. pagar impuestos mientras compiten con
el sector informal que no lo hace; iii. sufrir créditos caros mientras no
existe el financiamiento para capital de riesgo (no hay banca de desarrollo ni
mercado de capitales); y iii. les impactan frontalmente las limitaciones de
infraestructura en carreteras, puertos y aduanas. Por otra parte, el aumento
vertiginoso del empleo público es una de las causas estructurales del déficit
fiscal. De tal manera, que la solución sostenible en cuanto al empleo depende
de la suerte de las pymes. Mientras no se mejoren significativamente las
condiciones de su competitividad el crecimiento de la producción y del empleo
van a ser insatisfactorios.
Los
desequilibrios macroeconómicos y la dualidad estructural han contribuido a
generar, adicionalmente, una tendencia a la concentración del ingreso, lo cual
se ha unido a la política salarial expansiva del sector público, en desmedro de
los empleados y empresarios del sector de las pymes y de los pobres. Este
deterioro distributivo está alimentando un descontento y desconfianza crecientes.
Quizás aliviados porque en el corto plazo (dos o tres años) no estallará el
tema fiscal, seguimos optando por el subdesarrollo. Seguimos acumulando
nuestras oportunidades perdidas. ¿No va siendo hora de que optemos por
desarrollarnos y acabar con la pobreza y la frustración?