Quizás el principal argumento para salvar el euro es el riesgo sistémico para la economía mundial que abandonarlo significa. La eurozona (diecisiete países) podría caer en una severa recesión, con impacto inmediato para la Unión Europea –UE– (veintisiete países, y Croacia en proceso de ingreso a partir de la reciente Cumbre de Bruselas), consecuencias severas para la periferia europea, el contagio para los Estados Unidos y el resto del mundo.
La Cumbre de Bruselas empieza a ser percibida como insuficiente. Establece un nuevo mecanismo de salvamento, otorga liquidez al Fondo Monetario Internacional y reitera las reglas de disciplina de Maastricht (déficit inferior al 3%), pero con mayor supervisión.
El Banco Central Europeo (BCE) reaccionó con cautela, se mantiene como prestamista de última instancia para los bancos comerciales, pero no para los países. Este resultado podría ser delicado. Los bancos tendrían acceso a recursos baratos, con los que podrían comprar bonos soberanos de alto rendimiento (presionados por los Gobiernos) con altas ganancias de corto plazo, pero esto podría incubar una nueva crisis bancaria en un futuro cercano.
Los resultados de la Cumbre de Bruselas deben ser ratificados por los parlamentos nacionales. Es fácil predecir que en muchos de los veintiséis países (excluido el Reino Unido), esto no ocurrirá, pues miembros de coaliciones gobernantes ya han indicado su renuencia a votar afirmativamente.
Al reafirmar la disciplina fiscal y ningún mecanismo de transferencias comunitario, los países en dificultades solo podrán ajustarse mediante una contracción de sus economías mediante reducciones salariales, debilitamiento de los sistemas de pensiones y disminuciones del gasto público, entre otros. Es decir, todas medidas impopulares que harán perder las elecciones a todos los partidos que las implementen. Estos países no tienen opciones de devaluación de sus monedas ni opciones de ajuste keynesiano, por lo que el único camino que les queda es una fuerte contracción. Fracasarán en las urnas o las calles.
Dentro de esta perspectiva, el euro no parece haber abandonado el camino de una muerte anunciada. No obstante, quizás los líderes europeos compraron tiempo para hacer conciencia de que salvar el euro requiere decisiones más fuertes. Estas podrían, incluso, permitir al BCE comprar deuda soberana de sus países miembros (actualmente inhibido de hacerlo) y arriesgar inflación en la eurozona. Pero esto va contra el ADN alemán luego de la experiencia de los años treinta del siglo pasado. Otra alternativa es profundizar la unión fiscal, permitiendo, por ejemplo, la emisión de eurobonos. Esto o mecanismos más directos de transferencias, significarían que los países más responsables fiscalmente como Alemania y los países escandinavos transfieran recursos de los impuestos de sus ciudadanos a países que no manejaron bien sus finanzas. La dificultad política de explicar estas decisiones es evidente.
En definitiva, los mercados parecen estar leyendo que las decisiones de Bruselas son insuficientes, con lo cual coincido. El camino seleccionado tropezará. Si se quiere salvar el euro, debe profundizarse la unión, permitir decisiones de impacto inflacionario (lo cual debilitaría al euro, y esto les conviene a los países en dificultades) o mayor integración fiscal con subsidios comunitarios directos.
Abandonar al euro (de hecho, la moneda alemana, pero común a diecisiete) puede percibirse como el fracaso de la UE y enviarla a una fuerte recesión, y con ella a la economía mundial. Sería ir por caminos nunca transitados anteriormente. Si esta última fuese la decisión, debería tomarse de manera ponderada y considerando consecuencias para mitigarlas. El peligro es que se llegue sin previsión alguna al fracasar las insuficientes decisiones tomadas.
En resumen, salvar el euro requiere de estadistas, pero desmontarlo también. El hundimiento del euro, el peor escenario mundial, solo requiere de políticos temerosos.
La Nación 19/12/11