En una noche fría de este invierno prematuro que ha azotado el hemisferio norte, caminaba hacia el Teatro Warner para presenciar el Cascanueces del Ballet de Washington. Dos elementos novedosos para mí: el Director Artístico Septime Weber sustituyó a la fundadora Mary Day, una verdadera institución, heredera directa de la tradición de Anna Pavlova y quien mantuvo al Ballet de Washington ajeno al vendaval que significó la influencia de Balancine de exploración de límites de velocidad y flexibilidad, primero en el Ballet de la Ciudad de Nueva York, pero luego en gran parte de los ballets de Estados Unidos. En segundo lugar, era la primera vez que no iba a ver bailar a ninguno de mis hijos.
La huella de Weber claramente establecida. Su coreografía montada como una introducción al ballet clásico, para familias con niños y para quienes ven en el Cascanueces su primer ballet. La escenografía espectacular, los cuerpos de baile con una sincronización solo fruto de largas horas de trabajo conjunto, los solistas fuertes, con buena presencia escénica y buen manejo de la técnica; las solistas, sin embargo, sin la pureza técnica que caracterizaba el Ballet de Washington de antaño y sin la explosión estética requerida para este gran clásico. En total, una buena noche, una gran introducción al ballet, con una muestra de los rigores del arte e invitación a futuras presentaciones de Weber.
No hay arte fácil, pero el ballet con su demanda corporal es particularmente demandante, una estética ilusionista de movimiento y equilibrios, que parecen desafiar la gravedad mediante desplazamientos de apariencia sobrenatural de cuerpos que flotan, suspendidos en la nada, para mostrar una estética deliciosa de líneas y expresiones. Nadie conoce la gravedad como los bailarines, precisamente para esconderla en sus movimientos y equilibrios de prestidigitadores y transportar a la audiencia a mundos mágicos de hadas, nieves bailarinas, espíritus y aves, movimientos en una sincronía y expresión del momento definidos por el compás de la música y la riqueza sonora y emotiva de la orquesta. Arte completo.
En una menos fría noche de San José acudí a una presentación del Ballet Clásico de Costa Rica. A pesar de su corta existencia, dieron muestras de una gran creatividad artística. Su coreógrafa y directora es mi hija Marianella, por lo que no presumo de objetividad alguna. Pero pude apreciar, en esta presentación propia de una escuela, sin las pretensiones de una compañía profesional, atisbos de un futuro prometedor. Bailarines que ya dan muestras de las explosiones del ballet cubano, pero con el rigor técnico ruso. Cabe recordar que gracias al trabajo conjunto de Tchaikovski y Petipa, en el Cascanueces se introdujeron influencias musicales y de danza multiculturales. Pues bien, esta creación de Marianella, dejó un sello de reflexión estética, dio un paso más, profundo y desafiante: la combinación de elementos de los bailes árabes y flamencos, pero fundidos en ballet clásico.
En el ballet clásico, los movimientos de brazos y manos no adquieren independencia expresiva, acompañan, como complemento, al cuerpo entero. A su vez, tampoco se abre espacio para la sensualidad flamenca u oriental de ondulaciones de caderas y giros de cabeza en afirmación desafiante o invitaciones imaginarias. Los bailarines nos deleitaron con movimientos de manos de gran belleza y ritmos corporales de otras tradiciones, pero fundidos en los movimientos etéreos y en desafío de la gravedad propios del ballet clásico. Una síntesis de culturas y tradiciones de danza logradas en el equilibrio del eje clásico, en puntas y etéreos, pero con un salto expresivo artístico inusitado e inesperado. Una gran promesa de talento y creatividad que apenas muestra sus primeros frutos.