La negación de la conciencia universal no es más que arrogancia
El primero de enero los nortes se calmaron, el sol calentó y el atardecer encendió en rayos rojizos que se escapaban entre las nubes y alumbraban en conos invertidos al valle o sus montañas. Una leve brisa agitaba las campanas para atrapar el viento y emitir sus notas tranquilizantes. Luego del frío y la llovizna pertinaz, esa tarde, las orquídeas exhibían su delicada belleza y las hortensias rebosaban en sus tonalidades diversas, mientras los colibríes salieron de sus escondites para merodear las flores de los rabos de zorro.Un café al aire libre invadía con su aroma inigualable, mientras la brisa refrescaba el rostro y los rayos vespertinos lo acariciaban delicadamente. La belleza exuberante pero delicada, con sus mejores ropajes, conecta con testigos conscientes, quienes en su deleite estético, responden con oleadas de suave ternura. Flujos y reflujos que expanden el corazón y aquietan sus latidos.
Belleza y amor entrelazados en medio de verdades o principios, que en su asombrosa simplicidad, explican esas realidades que se perciben y cómo son percibidas. Pero ¿y esa conciencia que observa y se observa observando, y no puede sino deleitarse cálida y serenamente en esa observación, no da sentido a semejante creación?
Testigo partícipe de la belleza, unido indefectiblemente por las mismas leyes de la física, pero también de una estética inmanente, como conciencia que las trasciende en ese momento de conciencia y gozo del momento efímero, fugaz en virtud de esas mismas leyes simples e inexorables.
Conciencia trascendente en su reflejo estético y amoroso, incluso capaz de recurrir a la palabra para tratar de recrear y de compartir ese instante fugaz de gozo desbordado de individualidad trascendida. Realidad consciente de una conciencia que se universaliza en ese instante fugaz y mutante que acompaña lo efímero de ese atardecer que hace palidecer los colores reflejados por esa naturaleza ubérrima y los cambios percibidos de temperatura y nuevas brisas. Testigo mudo en silencio de una conciencia trascendente en el instante de un devenir inexorable.
Arrogancia. Con gran arrogancia, Laplace en respuesta a la pregunta que le planteó Napoleón sobre la existencia de Dios, indicó : “yo no tengo necesidad de esa hipótesis”. Stephen Hawking en su reciente libro (The Grand Design) vuelve a revivir la argumentación “no es necesario invocar a Dios para' echar a andar el universo”. A partir de la existencia de la gravedad, “la creación espontánea es la razón que existe algo en vez de nada, por la que existe el universo, por la que existimos nosotros”.
Es decir, la gravedad es un principio organizador suficiente para el orden del cosmos. Lo cual deja sin responder, sin embargo, el por qué surge ese principio organizador. Es decir, la ciencia como reflejo consciente de la creación, puede descubrir sus leyes y su admirar su economía, simpleza y estética, pero sigue sin explicar de dónde surgen esos principios aglutinadores de los cuerpos celestes o de los átomos, de tal manera que la evolución material se hace posible.
Pero el desafío es aún mayor. La ciencia solo es fruto de la conciencia que descubre las leyes del devenir, las cuales no alcanzan a explicar el devenir de la conciencia individual; y menos aún su trascendencia en conciencia universal por aquellos caminos de la verdad, la estética y el silencio. Esa teología experimental que solo es vivencial o no es.
Por lo tanto, la negación de la conciencia universal, solo porque algunas conciencias individuales han podido describir algunos de sus principios operativos, no es más que arrogancia y falta de rigor científico de quienes no han podido, por falta de avance en la negación de su individualidad, descubrir la comunión universal, dimensión trascendente que conjuga la verdad con la belleza en su totalidad infinita.
La Nación, 14 de enero de 2011